La corrupción y la desigualdad amenazan con convertirnos en una nación sin valores, donde el «todo vale» devora el futuro
En el laberinto de la desigualdad, donde la riqueza se concentra en manos de unos pocos y las capacidades humanas se marchitan en la sombra del olvido, germina el terreno fértil para la manipulación política.
La pérdida de la brújula moral, el desprecio sistemático por los bienes públicos y la erosión constante de la equidad, son los síntomas de una enfermedad que carcome las entrañas del Perú.
La política, otrora bastión del servicio público y faro de esperanza para la sociedad, se ha prostituido hasta el punto de la irreconocibilidad, convirtiéndose en un mercado persa de intereses personales y ambiciones desmedidas.
Los políticos, cual mercenarios sin escrúpulos, saltan de un partido a otro, guiados por la sed insaciable de poder y no por convicciones ideológicas o el deseo genuino de servir a su país.
La transparencia y la decencia, virtudes en extinción, reliquias de un pasado mejor, son reemplazadas por la opacidad calculada y la codicia rampante. El dinero del Estado, ese bien común que debería alimentar el progreso y el bienestar de todos los peruanos, se convierte en botín de guerra, en herencia familiar, en propiedad privada de aquellos que ostentan el poder.
El ciudadano de a pie, testigo impotente de este festín de corrupción y desvergüenza, observa con creciente desilusión cómo aquellos que prometieron servir al pueblo, se sirven a sí mismos con voracidad insaciable.
¿Cómo construir un país próspero y justo sobre cimientos tan podridos, sobre un suelo contaminado por la corrupción y la impunidad? La respuesta se desvanece en el horizonte, como un espejismo en el desierto, mientras el Perú se hunde inexorablemente en el pantano del «todo vale», un camino seguro hacia el abismo del «país que no vale».
Un país donde la esperanza se desvanece y el futuro se oscurece ante la sombra ominosa de la decadencia moral.
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