Cuando un programa informativo se convierte en letrina pública, no solo se genera una ventana abierta para la catarsis pública efímeramente satisfactorio, también sirve para exponer las más bajas pasiones de espectadores y fieles seguidores de lo frívolo e insustancial, para exponer en el “escaparate mediático” las miserias y atrocidades humanas que menoscaban al hombre hasta el punto de denigrarlo; cuando un noticiero adhiere a sus funciones la de válvula de escape de frustraciones, de resentimientos y odios personales, la comunicación no es más que un proveedor de morbo e ignorancia que contamina a la sociedad y la lleva, como un desquiciado chofer de Orión, al borde de la autodestrucción. Cuando un (autoproclamado) periodista se jacta de su primacía en la audiencia (una ilusión óptica que distorsiona su propia realidad: autoengaño), y concluye que esto le da poder y derecho para ejercer el oscurantismo de la manera más ordinaria posible, imponer sus preferencias ideológicas y políticas al (ir) respetable, direccionar a su conveniencia las problemáticas sociales y, con todo esto, atreverse a dar clases de ética profesional a través de la radiofrecuencia, es entonces cuando todo se transforma en un auténtico enmierdamiento comunicativo.
Lo que ignora, como es evidente, ese “selecto grupo” de personas que enceran sus oídos diariamente con el estiércol informativo del zafio y desgraciado comunicador —“oyéndoles hablar una hora parece que ésta tuviese mil minutos”—, es que toda esa infelicidad, todo ese masoquismo y desventura humana que expulsan mediante la frecuencia modulada regresa multiplicada a la potencia a sí mismos, convirtiéndose en un mal degenerativo, en un arrasador de cultura, de buenas costumbres y de conciencia colectiva; o sea, en un bumerán.
Los intelectuales le llaman a esto el “pensamiento provinciano”. Y vaya que los Broadcaster y/o Empresarios cañetanos lo han sabido aplicar muy bien a sus corporaciones (a su imagen y semejanza): alquilan a diestra y siniestra, al mejor postor, eso sí, horas de su programación local, sin importar quien la ocupe y lo que haga en ella. Esa es la cruda realidad, cada quien dice y hace la primera brutalidad que le viene a la mente, a su mente con disfunción, o no función.
Lamento decirlo, pero todo depende de la ciudadanía, que mejore sus gustos. ¿Lo hará? Lo dudo. Esto parece un daño irreversible. (GPH)